La amalgama de saberes, costumbres y recursos propios de un territorio constituye un tesoro que subyace y es pilar de nuestra cultura. El ser humano no solo domesticó el paisaje, se adaptó a él. Y cada recurso, cada piedra, planta o cauce fue una oportunidad para una especie incipiente a las demás y que hizo de estos paisajes su casa y suelo donde enraizar. Miles de años donde crear un muestrario de saberes que aún hoy día se muestran visibles en unos casos, y que en muchos otros van cayendo en el dramático olvido de la ignominia.
Nuestra liturgia de vida se encuentra irremediablemente ligada y paralela a nuestro pasado, agrario y tribal. Y aunque la globalización de todas las materias se muestra amenazante frente a esa cultura arcaica, es nuestra obligación moral no enterrar definitivamente este compendio de sabiduría almacenada de tiempos prístinos. En nuestras manos, y en las de aquellas que vengan tras nosotros, se encuentra pues la fórmula para hacer que quede constancia de nuestras tradiciones, de cómo se usó el paisaje, unas veces mejor que otras, para sobrevivir en un medio no siempre amable y para que esos saberes puedan servir de utilidad a un modo de vida que cada cierto tiempo se tiene que reinventar.